En esta hora decisiva de la historia, cuando la civilización se tambalea, las clases medias constituyen la última esperanza. De que sean capaces de protagonizar una rebelión liberalizadora va a depender el destino de la Humanidad, su salvación o su hecatombe. Nadie va a hacer nada por ellas, pues son las paganas, las expoliadas, del sistema, y el futuro que les está reservado es el de su empobrecimiento y su proletarización.
Por mis conversaciones con las gentes de las clases medias, de sus llamadas y mensajes en mi programa de Radio Intereconomía, soy consciente del grado de inquietud en el que viven, de su toma de conciencia de la situación. Algunas veces asumen las consignas oficiales que tratan de paralizarles con complejos de culpa, de modo que la crisis sería el fruto de la irresponsabilidad y la avaricia de quienes adquirieron una casa con hipoteca sin medir sus fuerzas. Pero las más se dan cuenta de que la presión fiscal es confiscatoria e insoportable, que el gigantismo del Estado se ha hecho asifixiante e insostenible, que han de dedicar un tiempo excesivo a contribuir al sostenimiento de las manos muertas, que se encuentran en una franja en la que nunca son receptores de ayudas, pues se las vedan el nivel de sus ingresos, mientras se dilapidan de continuo los fondos que el Estado les roba legalmente.
He de reconocer que para mí sorpresa donde he encontrado más conciencia, más rabia, más indignación y más disposición al activismo, ha sido entre los jóvenes. A ellos el intervencionismo les ha robado el futuro, como he descrito en mi libro ‘Mileuristas: los nuevos pobres’. Ven con claridad la situación, a pesar de ser los destinatarios de los esfuerzos más intensos de la propaganda.
Sin embargo, esa rebelión tiene serias dificultades de partida. Antes de entrar en el terreno de las posibilidades abiertas a la esperanza, es preciso reseñar esos obstáculos.
El primero es la falta de tiempo. Las clases medias están compuestas por gentes laboriosas, que han de dedicar sus esfuerzos al trabajo y a la familia. No están liberados para la acción como sus adversarios depredadores, quienes actúan con el dinero que el Estado recauda de las clases medias.
No son políticos profesionales. Carecen de experiencia organizativa. La sociedad civil ha sido fagocitada o controlada o intervenida por el sistema. Detraer un tiempo excesivo para la movilización, la concienciación y la organización les resulta muy dificultoso o imposible, pues no podrían atender, con la debida atención, a sus trabajos.
Un obstáculo psicológico considerable es que lo denomino la ‘trampa de la esperanza’. Las encuestas reflejan un hundimiento de la confianza de los consumidores especto a sus gobernantes. Esos índices están mínimos históricos en toda Europa. Los ciudadanos perciben que los ejecutivos están desbordados y las naves de las naciones van sin rumbo. Ya no se creen las predicciones tranquilizadoras. Pero, al tiempo, mantienen el optimismo en lo personal. Consideran que, aunque la economía en general irá mal, la suya, la familiar, conseguirá sortear la crisis y aún mejorar.
Esa disposición de ánimo entraña una parte elogiable, como forma de afrontar el futuro, pero también una trampa. En muchas de mis conversaciones, hay un acuerdo completo en el diagnóstico, pero al final la conclusión es que el tsunami no les afectará a ellos. Pero el agujero negro del colapso del intervencionismo no va a dejar a nadie fuera de su nefasta influencia; sí son las crisis de modelo.
Hay otro factor para el que no encuentro mejor término que el miedo. Algunas de esas gentes creen que la crítica puede crear problemas, que el sistema tomará represalias, que los intereses creados son muchos, y no sólo resultará imposible desmontarlos, también reaccionaran con virulencia.
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