miércoles, 3 de agosto de 2011

Pelayo, conEspaña en sus hombros




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Pelayo, espatario de los reyes Witiza y Rodrigo, se rebeló contra la invasión musulmana y venció a un ejército islámico muy superior en Covandonga, en el año 722. Fue proclamado rey, dando lugar a la dinastía hereditaria del reino Astur, poniendo en marcha la reconquista de España que se culminaría en 1492. Pelayo murió en el año 737 en su corte de Cangas de Onís.
Pocas veces en la historia ha recaído sobre las espaldas de un hombre el peso de toda una sociedad, el destino de España como sucedió con Pelayo. Sabemos de él menos de lo que nos gustaría, pues vivió en tiempos en que los cristianos no tenían ratos de ocio para escribir sino que debían que estar en permanente alerta para luchar por la supervivencia.
Sabemos que Pelayo, a pesar de su nombre romano (Pelagius), era godo, espatario de los reyes Witiza y Rodrigo. Un guerrero, un noble, en la convulsa etapa del final del reino de los godos, que probablemente tendría sangre real, aunque es preciso recordar que la monarquía visigótica era electiva, así que no había una única familia real.
Hubo de combatir en las disputas y conflictos civiles entre Witiza y Rodrigo, primero, y los hijos de Witiza y Rodrigo, después. Esas divisiones internas, que se habían hecho endémicas, fueron muy perniciosas ante el vendaval islámico que se desató en la zona del Estrecho y que, mediante la traición del conde don Julián, al mando de Ceuta, desembarcó en Gibraltar. El año 711 el orgullo de los godos fue humillado en Guadalete por la barbarie islámica, comandada por Tarik, lugarteniente de Muza, a las órdenes de los califas omeyas de Damasco. Las alas del ejército español, al mando de los hijos de Witiza, se pasaron al enemigo y también el obispo don Oppas, prelado de Sevilla, emparentado con ellos.
Don Rodrigo murió en la desbandada de la batalla. El reino se disolvió. No hubo focos de resistencia. Algún noble godo como Tedomiro pactó con el invasor y mantuvo cierta autonomía en torno a Orihuela. La propia viuda del rey, Egilo, se casó con Abd-el-Aziz, valí o virrey de España, hijo de Muza.
Todo parecía perdido. Las ciudades aceptaban las condiciones del invasor y abrían sus puertas. No había fuerza vital que plantara cara. El buen estado de las calzadas romanas hizo que los ejércitos musulmanes se expandieran con rapidez por toda la Península.
Desconcertados, deprimidos, algunas gentes emprendieron la marcha hacia el Norte, a las montañas astures y cántabras. Llevaban con ellos, reliquias, para evitar su profanación. Mas no había ejército, ni liderazgo. España estaba perdida, a merced de las hordas del califato de Damasco. Iba a pasar a ser una cora o provincia del imperio islámico.
Entre las personas que buscaron refugio en Asturias se encontraba Pelayo. No fue, en principio, un resistente. Pelayo, que había llegado con su hermana, trató simplemente de sobrevivir y estuvo dispuesto a colaborar. Muchos cristianos habían renegado de su fe y se habían pasado al enemigo y entre ellos se contaba el gobernador de Gijón, Munuza. Es probable que Pelayo y Munuza se conocieran de antes, que tuvieran cierta familiaridad. Pelayo no iba a renegar de nada, pero no se levantó en armas de inmediato. Incluso Munuza le envía con una embajada a Córdoba, capital de los nuevos señores. La hermana de Pelayo queda bajo la protección de Munuza. Éste estaba enamorado de ella, mujer en edad muy florida y hermosura extraordinaria. Incapaz de controlar su lujuria, considerándose copartícipe del derecho de conquista de los vencedores, la afrentó en su honra.
A su vuelta, conocedor de la fechoría, Pelayo abre los ojos. Han sido conquistados y nada pueden esperar los que, como él, quieren seguir siendo cristianos. Huye con su hermana. Se refugia en las montañas. Lleva una vida de proscrito, acampando al pie de los arroyos, durmiendo en las escarpaduras de los montes, moviéndose por cortados y desfiladeros. Según el cronista Ajbar Machmúam, el emir musulmán “conquistó todo el país hasta llegar a Narbona y se hizo dueño de Galicia, Álava y Pamplona sin que quedase en Galicia alquería por conquistar si se exceptúa la sierra, en la cual se había refugiado un rey llamado Belay (Pelayo), a quien los musulmanes no dejaron de combatir y acosar, hasta el extremo de que muchos de ellos murieron de hambre, otros acabaron por prestar obediencia y fueron así disminuyendo hasta quedar reducidos a treinta hombres que no tenían más de diez mujeres, según se cuenta. Allí permanecieron encastillados, alimentándose de miel, pues tenían colmenas de abejas en las hendiduras de las rocas. Era difícil a los musulmanes llegar hasta ellos y les dejaron diciendo: ‘Treinta hombres, ¿qué pueden importar?’”.
Los musulmanes han pasado los Pirineos. España, la doliente España, ha quedado reducida a treinta harapientos comedores de miel, compitiendo por el sustento con los osos. Hay deserciones ante la dureza de la vida que llevan, ante la desesperanza en el empeño. ¿Qué pueden, en verdad, treinta hombres ante un imperio que nada ni nadie parece capaz de contener?
Los cronistas musulmanes, en su desprecio, llegan a tildar de “asnos” a esos exiguos treinta héroes. Nos gustaría conocer sus nombres y deleitarnos con ellos como con esa miel que las permitía sobrevivir en su aventura alucinada. Hay que maravillarse ante su determinación y su fuerza de voluntad. De todo un reino, sólo han quedado treinta con diez mujeres. No podrán nada. Carece de sentido su resistencia. Siempre huyendo, siempre cambiando de residencia. Durmiendo al raso. En verdad, es una vida más de bestias que de hombres. No son gentes razonables, no se rinden como los demás. Desde luego, son asnos.
Pelayo, su líder, su caudillo, ese hombre que lleva sus hombros el honor y la misma supervivencia de España, habla con los clanes de las tribus de astures y cántabras, siempre celosas de su libertad, que ya dieron mil quebradores de cabeza a los romanos, hasta preferir morir crucificados a someterse. Pelayo les explica que no pueden esperar nada bueno de los invasores, que esclavizarán a sus hijas, que les arrebatarán cuanto poseen, les encadenarán con gravosos impuestos. No hay que dejarse engañar. ¡Hay que combatir!
Según Claudio Sánchez-Albornoz, “Pelayo excitaría a la sublevación a las gentes del país, a los astures que poblaban las estribaciones occidentales de los Picos de Europa. Les reprocharía su ignominiosa sumisión y les movería a la venganza y a la lucha. Entre aquellos bravos montañeses mal romanizados y peor sometidos a los godos, tuvo eco el llamamiento del rebelde; se alzaron en armas y se unieron a Pelayo. Los convocó éste a una asamblea general; en ella le reconocieron como caudillo, y el antiguo espatario de Rodrigo, por azares de fortuna quedó así convertido en jefe de un levantamiento popular”.
Cunde el ejemplo de esos asnos comedores de miel, de esos proscritos montaraces. Acicateados por la tenacidad de Pelayo, otros refugiados godos y muchos cántabros y astures se unen a la lucha. Pelayo ya tiene hueste. No suficiente para bajar a los valles. Ha de seguir cresteando, refugiándose en las cuevas.
Los musulmanes caen la cuenta de su error al haber subestimado a aquel pequeño grupo de resistentes en aquella tierra áspera y pobre, sin ciudades relevantes. Envían una expedición con un ejército fuerte al mando de Alkama. En ella va también el obispo don Oppas, la personificación del colaboracionismo. La oscura noche islámica se enseñorea de los verdes valles asturianos. Pelayo ha de buscar refugio. Lo encuentra en Covadonga, una cueva grande, en el monte Auseva. Alkama da la victoria por ganada: los cristianos huyen con notoria inferioridad.
Andando el tiempo, las crónicas cristianas dan cifras desorbitadas de sarracenos: 187.000. La angostura de la zona hace imposible tal cantidad de soldados. Es obvio que la tradición oral ha transmitido que era ejército nutrido y poderoso, de innumerables efectivos. Es como para bajar las armas y rendirse.
Los ánimos en la cueva en la que se ha refugiado lo que queda de España han de estar, por fuerza, alicaídos. Un godo, Suero Vieres, ve una cruz roja en el cielo. Hay que resistir. El honor de España, y su libertad, depende de ese pequeño grupo refugiado en la húmeda cueva.
La desproporción es tan grande que los musulmanes dan por sentado que los cristianos no lucharán. Se adelanta a parlamentar el obispo felón don Oppas. Pelayo le escucha desde el borde de la entrada de la cueva, como si fuera una ventana. No dejan de ser convincentes los argumentos del prelado de Sevilla:
- Juzgo, hermano e hijo, que comprenderás que si cuando toda España hace poco tiempo, estaba dentro de un solo orden bajo el régimen de los godos, regida por la misma doctrina y ciencia, y así como dije antes todos sus ejércitos congregados no pudieron oponerse al imperio de los ismaelitas, ¿cuánto menos tú desde el pico de este monte te vas a defender? Por mí, difícil lo veo. Aún más, escucha mi consejo y revoca esa voluntad de tu ánimo y tendrás y disfrutarás buenos beneficios de una alianza con los caldeos.
Razonable y tentador, pero Pelayo está forjado en roca pura. Es duro de mollera e insobornable. Tiene fe, mucha fe, mucha más que el obispo traidor.
- ¿No leíste en las sagradas Escrituras que la iglesia de Dios es como un grano de mostaza que por la misericordia del Señor puede crecer y convertirse en una gran planta? Nuestra fe es Cristo pues desde este monte que contemplas saldrá la salvación de España y la restauración de la nación goda y del ejército, y espero que la promesa del Señor se cumplirá en nosotros, porque como ya dijo por medio de David: ‘Los trataré con la vara de sus iniquidades y con azote de sus pecados, pero no los privaré de mi misericordia’. Y ahora yo, teniendo la fe en la misericordia de Jesucristo, desprecio a esta multitud de árabes y no les tengo ningún miedo. Y en cuanto a la batalla con que nos amenazas, tenemos a Jesucristo como valedor, que es poderoso para liberarnos con estos pocos soldados.
Pocos contra muchos, pero resueltos. Don Oppas les ha dado la última oportunidad de salvar la vida, pero la respuesta es descorazonadora. El obispo traidor se dirige a Alkama:
- Avanzad y luchad; vosotros habéis oído lo que me respondió; pues dada su voluntad, preveo que únicamente por la espada podréis tener paz y pacto con ellos.
Alkama da la orden de romper las hostilidades. Se adelantan los arqueros y los honderos. Muchos. Una lluvia de flechas sube con su amenazador silbido hacia la cueva. Contestan los cristianos. De pronto, las mortales saetas chocan contra las piedras o titubean en el cielo y bajan buscando carne musulmana. Junto a ellas, grandes peñascos. El miedo invade a la hueste sarracena, en donde empieza a producirse gran mortandad. Están encajonados y no tienen donde refugiarse. Parecía imposible pero se está produciendo el milagro. Aquel grupo de montaraces está ganando la partida. Relinchan los caballos de los musulmanes y todo es desconcierto y desorden, pues los arqueros caen por las mismas flechas que ellos lanzan.
Un griterío bestial sale de Covadonga y se expande por los valles. Pelayo, lleno de gracia y fortaleza de Dios, baja con la espada desenvainada hacia el enemigo. Detrás de él, un tropel decidido. Los tajos son mortales. Nada queda del esplendor del ejército de Alkama. Todo es desorden y huída.
Los mismos sarracenos, con su fuga, extienden la noticia. Los comedores de miel les han ganado la partida. Las gentes sacan sus espadas escondidas en sus chozas. Cogen mazas y guadañas. Cualquier utensilio cortante que pueda ser utilizado como arma. Se da inicio a una caza despiadada de aquellos grupos en fuga, que se precipitan por los acantilados del Cares, que son masacrados en medio de las praderas, al atravesar los ríos. Los gritos ancestrales de guerra y de victoria se extienden por los montes. Las mujeres participan gozosas en la cacería, que va a liberar a sus hijos del yugo del invasor. Entre ellas, Gaudiosa, la esposa de Pelayo.
El poder musulmán, tan fuerte e imbatible en apariencia, se viene abajo por momentos. Los mandos, los renegados, los colaboracionistas tratan de ponerse a salvo. Es el caso del gobernador de Gijón, Munuza, al que se da alcance en una aldea llamada Olalías, donde se le da muerte junto a su escolta. Don Oppas ha sido cogido prisionero. Pagará cara su traición. La rebelión se extiende y los supervivientes del ejército de Alkama no ven el momento de abandonar aquellas montañas que se han convertido en una trampa mortal en el que no hay más que enemigos. Al finalizar el día, no quedará ni un solo caldeo más acá de los puertos de los montes.
España, esa España reducida a treinta comedores de miel con diez mujeres, ha resurgido.
Llegan al refugio de la tierra liberada muchos dispuestos a sumarse a la lucha, entre ellos, nobles godos. Covadonga ha sido el grano de mostaza que ha empezado a crecer con fuerza.
Los espíritus están inflamados y henchidos. Los guerreros levantan sus espadas ensangrentadas. Todas las miradas se vuelven hacia el hombre que ha hecho posible la victoria. Se vitorea el nombre de Pelayo con entusiasmo desbordante. Alguien agita un pavés. Pelayo ha sido su jefe, ahora será su rey, de una tierra libre, de hombres que acaban de ganarse su libertad y en cuyas pupilas reverbera el sueño de una España reconquistada. Hay que alzarlo a la vieja usanza. Es una comitiva triunfal a la que van sumando más y más gentes. A la orilla del río Cares, alzan a Pelayo sobre el pavés, entre un mar de espadas triunfadoras. Nadie ha hecho más méritos que él para ser elevado a la dignidad regia.
Pelayo pondrá la capital de su corte en Cangas de Onís, una pequeña aldea resguardada. Las crónicas no nos hablan de más batallas relevantes hasta su muerte en el año 737. No nos ha quedado tampoco ninguna construcción realizada en su reinado. De seguro, año a año, junto con sus hombres, ha tenido que hacer frente a las razzias musulmanas. Hacia el pequeño reino, sin lujo alguno, llegan cada año racimos de nuevos españoles resistentes. Se trata de sobrevivir, de ir allegando fuerzas para los tiempos venideros. Del campo musulmán llegan noticias de divisiones, de contiendas, de guerras entre árabes orgullosos y bereberes.
La tarea que queda por delante es inmensa. Pelayo no la verá, no tiene fuerzas para afrontarla, pero la llevarán a cabo sus sucesores, pues la monarquía será hereditaria para evitar las guerras anteriores. Pero todo partió de Pelayo y Covadonga, sin Pelayo y Covadonga no hubiera sido posible. Aquella escaramuza, como tienden a considerarla ahora los deconstructores de la historia, marcó un antes y un después, sus efectos se agrandaron durante ocho siglos de batallar. Casi dos siglos después, Alfonso III, sucesor de Pelayo, autor de In hac patria Asturiensium, reafirmaba los objetivos: salvar a la Iglesia cristiana y a la monarquía goda. Lo que había desaparecido con Rodrigo en Guadalate, había resucitado con Pelayo en Covadonga: un nuevo ordo Gothorum Obetensium regum. 

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