miércoles, 12 de octubre de 2011

Una Crísis previsible, de modelo


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Enrique de Diego. Reproduzco las páginas 113-117 de mi libro ‘Privatizar las mentes’, publicado en 1996, por la editorial Ediciones Internacionales Universitarias. Trato con ello de mostrar algunas conclusiones: la crisis era previsible, se ha gestado durante décadas y su causa es la existencia de un modelo social inviable:


   La sociedad española en la que vivimos no sólo es una sociedad desvertebrada sino que es una sociedad monstruosa. El viejo mito simplificador de las dos Españas, que hasta el momento había tenido una raíz ideológica, se ha trastocado en una realidad palpable: media España vive de lo que produce la otra media. El Estado de bienestar no está en su estadio intermedio de evolución sino que ha llegado a la culminación de su contradicción interna. En un ejercicio teórico, el Premio Nobel Gary Becker consideraba que podía haber una situación óptima de equilibrio en la que superados los límites del Estado tutor, éste fuera reconducido para expandirse posteriormente de nuevo, en una especie de de big bang social permanente. El análisis es dudoso, aparte de que lo deseable sea una sociedad con principios individualistas y de solidaridad natural a la que nos conduce inexorable el paso de los días. Parece claro que el término medio es difícil en un mundo interrelacionado, salvo que se apostara por una radical marcha atrás, pero las experiencias totalitarias están muy cercanas y sus efectos han sido suficientemente catastróficos como para pensar que la evolución podría regresar por una línea que imposibilitaría el mantenimiento de los actuales niveles de población.
   En esa sociedad dual en la que vivimos en España el mantenimiento de ese Estado se hace inviable, independientemente del voluntarismo de sus defensores. La mitad sobre la que debe actuar el Estado para que sobreviva la otra media puede satisfacer cada vez menos a esa voracidad fiscal. Suceden inevitablemente dos cosas: esa mitad se empobrece o se sale del marco legal. En ambos casos, la recaudación disminuye o se estanca. El Estado intenta entonces recaudar más subiendo los impuestos –esa es la lógica de las subidas en el IRPF decretadas por el ‘liberal’ Carlos Solchaga-. Tampoco el Estado recauda más. La espiral resulta diabólica. O bien se incrementan indefinidamente los impuestos hasta que por esa vía se consigue la dictadura fiscal y la nacionalización de todos los bienes, con lo que nadie puede aportar nada para mantener a los demás y, por tanto, sólo queda ir consumiendo los recursos naturales –el viejo terror maltusiano llevado a la praxis por los discípulos de su detractor Marx-, o bien se producen moderadas liberalizaciones para permitir que se reproduzca la mitad productiva y pueda entonces volver a aplicarse la política expoliadora. Desde el punto de vista ético, esta fórmula obliga a lanzar a la marginalidad a parte de los dependientes del Estado, y también a la existencia de fórmulas mixtas de doble imposición en la que la mitad productiva mantiene a la Seguridad Social al tiempo que suscribe un seguro privado, a la enseñanza estatal al tiempo que se sacrifica para llevar a sus hijos a un colegio privado.
   Este big bang de equilibrio entre el imprescindible liberalismo y el voraz intervencionismo no crea paz social sino que incrementa las tensiones. La sima entre la España que produce y la España que cobra se agranda. Ello conlleva un permanente estado de agravio regional y una inflación de demandas nacionalistas. Es difícil pensar que el intervencionismo no termine haciendo inviable la convivencia nacional. Produce también enfrentamientos sociales: sector privado contra sector público, profesionales contra funcionarios. La fórmula estatista que se ha presentado como un instrumento político de paz social al justificarse por una hipotética redistribución de la riqueza conduce a una situación de crispación y de violencia.
   En cuanto al sector privado ese supuesto equilibrio lleva a que una parte se sitúe al margen de la ley. Es quizá preciso recordar que el primer logro o el fundamental de las sociedades abiertas fue el Estado de Derecho, la existencia de un marco legal igual para todos; el principio de igualdad ante la ley que establecía contrapoderes a la arbitrariedad del soberano, encarnación del Estado absoluto. La economía sumergida es impropia de las sociedades abiertas y pertenece al mundo precapitalista. Al moverse al margen de la ley con el conocimiento tácito del poder que se cuida de no dirigir hacia ella sus inspecciones ha de crear necesariamente su propia legalidad. La fórmula gremial establecía el cumplimiento de los pactos por el riesgo de boicot del sector. La consecuencia natural de la economía sumergida es el establecimiento de instituciones sociales espontáneas que con el devenir degenerarán en mafias. También en las empresas, el Estado de bienestar, como fórmula burocratizada, genera marginación. El empresario de la economía sumergida tiene problemas de morosidad como cualquier otro empresario, y el trabajador tiene unas retribuciones establecidas por sus horas de trabajo. Una de las fórmulas de exigir en ambos casos los compromisos adquiridos es la violencia. En las mismas empresas ‘legales’ normalmente una parte de la empresa está dentro de la legalidad y la otra es equiparable a la de la economía sumergida.
   El equilibrio apuntado por Gary Becker parece cada vez más difícil. El Estado idea efectivamente fórmulas curiosas como cobrar impuestos a los parados, cuando se supone que esas retenciones han de volver a los parados mismos. Mantiene, sin embargo, una de las ficciones consustanciales al intervencionismo: cree que recauda más cuando lo que entra por un lado de la caja sale por el otro. En la dinámica actual del Estado de bienestar lo que sucede inevitablemente es que cada vez más personas salen de la legalidad y, por tanto, cada vez menos personas cotizan en sentido pleno. Lógicamente se favorece además la existencia creciente de personas que cobran del Presupuesto y que complementan o ganan otro sueldo con una actividad privada.
   El equilibrio se rompe por todos lados, sin que el conservadurismo instintivo creado en las mentes por el estatismo pueda resistirse a la evolución, que adquiere visos de una universal autorregulación, de una consunción galopante del Estado de bienestar, a pesar de cualquier intento político por su mantenimiento. El mismo envejecimiento de la población eleva los gastos del sistema estatal de pensiones y del sistema sanitario. En una nueva ironía, curiosamente los partidos socialdemócratas se han situado en la vanguardia de la defensa de la eutanasia, como una demostración más de que la fórmula produce violencia.
   El equilibrio de Gary Becker parece cada día más imposible.

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