miércoles, 9 de noviembre de 2011

La Monarquía no representa la Unidad de la Nación, sino que la deteriora. Por Enrique de Diego

                                       
                                                 www.regeneracionya.com
Reproducimos un extracto del libro ‘La monarquía inútil’ (Editorial Rambla), del que es autor Enrique de Diego:
Es notorio el servilismo que impera en los protocolos monárquicos, con indignas inclinaciones de cabeza, en el caso de los varones, o de genuflexa reverencia, en el de las mujeres, y con obligación de dirigirse a las personas de la familia real mediante títulos como ‘señor’, ‘majestad’ o ‘alteza’, que representan una indignidad plebeya para quienes las pronuncian y que, si bien pudieron tener sentido en los tiempos medios, resultan hoy absurdas y periclitadas. Gravemente dañosas también para quien las recibe, pues se le hace considerar lógica y natural la más abyecta adulación. Incluso sus gestos de mala educación se les soportan y ensalzan como rupturas del protocolo y tonos campechanos. Lejos de la presentación de la formación de los vástagos regios como exigente, nadie osaría suspenderles. Su paso por las academias militares no deja de ser una comedia bufa, pues desde el principio conocen que alcanzarán los más altos grados, por encima de sus compañeros, sin esfuerzo alguno. La parafernalia monárquica no pasa de broma, continuamente exaltada por la propaganda cortesana, para ocultar la evidencia de que de sus vidas se ha eliminado el mínimo esfuerzo preciso para la maduración de la personalidad. Nada hay de ejemplar en toda esa ambientación y sí mucho de objetable.
Además, y no como cuestión menor, la condición mistérica y sacral que en el pasado tuvo la monarquía, y las leyes que exigían los matrimonios en un pequeño círculo cerrado de familias reales, costumbre altamente desaconsejable desde el punto de vista genético, ha tenido efectos pavorosos. Es, en la historia, el caso paradigmático de Carlos II.
Pretencioso y falso resulta pretender que la monarquía o sus personas simbolizan la unidad del Estado o de la nación, o que confieran a ambos estabilidad. Cuanto menos se trata de bisutería intelectual y de poesía barata. La soberanía, y por ende la unidad, reside en todos y cada uno de los ciudadanos, iguales ante la Ley. Ninguna fórmula produce más inestabilidad que la monárquica. La historia está llena de guerras por meras cuestiones dinásticas. Casi todas ellas no respondían a ningún conflicto social, sino a disputas por el poder dentro de la familia reinante. En las monarquías constitucionales, el carácter antinatural del puesto, que ha de conseguir algo tan absurdo como traspasar el puesto de funcionario número uno a sus herederos, junto con el sustancial recorte de poder, hace que la monarquía sea el reino de la obviedad y de la cesión. Es la instalación en la máxima del conde de Lampedusa: que algo cambie para que todo siga igual; es decir, para que ellos sigan, disfrutando de la vida plácida y sedentaria del Presupuesto. Lo que se genera es una falsa estabilidad, en donde se empantanan los problemas hasta que estallan todos a la vez. Ese es el peor de los escenarios y es consustancial a la monarquía. Además, ésta, casi por instinto y siempre por necesidad, ha de ceder en todo, tanto en lo fundamental como en lo accesorio, con tal de que no se cuestione el sumo status de privilegio. Y ha de buscar montar la más extensa posible red clientelar y comprar el mayor número posible de voluntades, en contra de lo que aducen habitualmente los monárquicos.
Es notorio que en la Europa actual, las naciones con más enconados conflictos secesionistas –Bélgica, España e Inglaterra- están bajo monarquías. Éstas lejos de simbolizar la unidad de la nación, representan un factor de disolución. En el caso de Inglaterra, la disgregación aparece más larvada y frenada por los efectos moderadores del sistema mayoritario. Bélgica puede ser considerada una ficción, casi ingobernable. Y en España, desde la instauración de la nueva monarquía borbónica –al margen de la legitimidad dinástica y en clara usurpación, desde la coherencia interna de la institución- el separatismo no ha hecho otra cosa que tomar alas y extenderse por zonas crecientes de la geografía nacional. Sin duda, hay otros factores que coadyuvan a ese encrespamiento de las fuerzas centrífugas en los tres casos (en España, la nefasta ley electoral y el modelo esperpéntico de las autonomías), pero los monarcas son incapaces de representar freno alguno. Lejos de ello, la falsa estabilidad que escenifican desactiva los resortes morales de la sociedad. Con frecuencia, se observan gestos muy explícitos de la familia real de contubernio y francachela con los poderes separatistas, como si nada pasara, y como si tal connivencia representara algún tipo de lazo nacional.

No hay comentarios: